Me siento mal, nos sentimos mal.

Diego Parra Donoso

 

El malestar es parte fundamental de la vida contemporánea, hace algunos años era el concepto de moda para filósofos y sociólogos que casi como unos “psicólogos sociales” diagnosticaban a Chile y el mundo entero de un “malestar” profundo e inevitable. Ante este mal cualquier solución solo puede tomar la forma de una receta o una medicina que revierta aquello que todos padecemos. Ahí es donde el imaginario médico occidental parece cobrar vida, ya que todos nos imaginamos el fin de cualquier enfermedad con el efecto inmediato de las pastillas o algún remedio inyectable, incluso. Queremos terminar con el sufrimiento del modo más rápido posible, como cuando te duele la cabeza, te tomas un paracetamol, te duermes y despiertas al rato como nuevo, sin rastro alguno del dolor original. La instantaneidad del bienestar es mágica, porque nos mejora sin que tengamos que hacer nada: el cambio solo ocurre, el cuerpo simplemente funciona.

A todos nos gustaría tener píldoras que hagan frente a todas las enfermedades de manera instantánea y sin padecimientos. Sería ciertamente un mundo ideal, donde los cuerpos no se interpongan en la necesaria rutina cotidiana, donde el “desgaste” no entorpezca el ritmo de la productividad, y finalmente, nadie impida el perpetuo avance del progreso. Quizá esta noción de malestar entendida como una enfermedad que nos aqueja tiende a privatizar algo más grande y complejo que nosotros mismos. ¿Cuál es la diferencia entre un catarro, una gastritis, un dolor de cabeza, y el malestar contemporáneo? Los primeros son diagnósticos de alteraciones físicas que pueden ser constatados positivamente, mientras lo último es más bien un estado del ser, una modificación de quienes somos y cómo nos percibimos en el mundo. El malestar sería algo así como un síndrome, pues remite a muchas manifestaciones psíquicas y físicas de dicha alteración: algunos tienen colon irritable por ninguna razón aparente, otros depresión estacionaria, otros cansancio crónico, algunos fibromialgia o jaquecas, y otras personas TLP. Nada es muy claro ahí, el asunto es que el sujeto se siente mal, pero a pesar de ello, debe seguir funcionando.

Dicen que el tiempo es oro, porque es producción. Quien se inmoviliza deja de producir, y si deja de hacerlo, deja de generar valor, por lo tanto, entorpece la perpetua circulación del capital. Los enfermos al estar excepcionalmente alejados del ritual productivo parecen ser problemas, ya que no es que le hagan perder al sistema, sino que peor: le hacen dejar de ganar. La ganancia potencial lo es todo, la especulación de lo que podré obtener en el tiempo mediante mi inversión es una religión sagrada e incuestionable. Pero quienes experimentan el malestar contemporáneo no son enfermos, son funcionales u operativos, ya que no abandonan el régimen productivo, simplemente se integran a el mediante los suplementos que la industria farmacéutica ha desarrollado: estabilizadores del ánimo, antipsicóticos, antidepresivos, etcétera. Todo un mundo de “pichicateos” que hacen que hasta el más resistente sea doblegado ante el incesante movimiento de la economía. Incluso su malestar pasó a ser “monetizado”, toda vez que la solución que le proveen es una industria en sí misma (la farmacéutica). Podríamos decir que si bien alguien tiene la posibilidad de escapar del régimen productivo temporalmente, no puede salirse del régimen de consumo, lo que es igual a la larga.

¿Cómo podríamos pensar el malestar y su solución de un modo que socialice dichas cuestiones? ¿Es posible salir del padecimiento personal e ingresar a un momento de empatía común?

El colectivo La Farmacéutica Nacional ha ficcionalizado desde hace algunos años a un grupo de expertos en soluciones farmacológicas que atienden únicamente a aquellos achaques que al ser examinados, dan cuenta de ser “condición de base” al sistema en el cual vivimos. El malestar que se experimenta en cada uno de nosotros es en su gran mayoría la expresión de un desajuste general ante la inhumanidad del régimen contemporáneo: no es que estemos enfermos, estamos hastiados y nuestro cuerpo constantemente quiere obligarnos a salir del ciclo en el que estamos participando. Este colectivo salió a preguntar a la calle: “Si pudieras inventar una pastilla, ¿para qué sería y por qué?” Con lo cual abrieron instancias de conversación donde las múltiples subjetividades terminan por conectarse inconscientemente en el padecer. El ejercicio de escucha, que las integrantes del colectivo metaforizan en el estetoscopio, sirve para hacer emerger aprensiones, dudas, sufrimientos, ocurrencias, críticas, frustraciones, entre otros, que cada individuo carga día a día. En rigor, quien escucha es siempre el que habla, que casi como en una consulta psicoanalítica no logra ver al terapeuta que simplemente se limita a mantener el mayor tiempo posible la conversación sincera y desprejuiciada del paciente.

A este tipo de experiencias colaborativas o relacionales se les suele comprender a priori como políticas, ya que habitan el espacio público y operan desde lo colectivo-asociativo en un contexto que tiende a la privatización absoluta. Sin embargo, este tipo de trabajos tienden a fetichizar el contacto humano, como si la vinculación fuera un fin en sí mismo. Es interesante que aquí la cadena que se establece entre cada participante está mediada por un ejercicio ocioso y totalmente ajeno a la “activación” política tradicional: una ficción, específicamente, una pastilla que es imposible que exista. Hay entonces una dinámica lúdica donde todos nos hacemos los locos y jugamos a que es posible que exista una solución a cualquier problema, con lo cual nos damos el permiso de expresar aquello que quizá en otro contexto no manifestaríamos como padecimiento. Total, todo es un juego y no va a pasar nada.

En esta dinámica carente de “efectividad social” se expresa un principio liberador, mas no liberal: las soluciones no siempre son un asunto exclusivamente personal, pues muchos problemas tienen un origen común que solo puede ser solucionado mediante la organización colectiva. Y el arte no es el responsable de esa asociación, solo se encarga de señalar lúdicamente –en este caso– que es una realidad posible. La pregunta inocente desnuda al sujeto y le permite ofrecer su vulnerabilidad a otros igualmente vulnerable: somos un colectivo porque padecemos en conjunto, aunque sintamos individualmente.

Es interesante cómo en las acciones de escucha que ha diseñado La Farmacéutica Nacional nos ofrecen instancias de politización del espacio público mediante una ficción a ratos absurda, como cuando auscultan el plinto de la estatua ecuestre de Manuel Baquedano ubicada antiguamente en el sector de Plaza Italia (renombrado Plaza Dignidad). Este “examen clínico” imita a médicos que buscan en los signos del cuerpo las marcas de una enfermedad ¿será que el monumento donde se congregaban todos los días durante meses los manifestantes en el 2019 tiene algo que ver con ese malestar que la sociedad chilena estaba tratando de exorcizar? ¿Será el plinto que algo tenía? ¿Será el bronce de la estatua? ¿Cuál es el secreto síntoma que se esconde latente en el cuerpo social chileno?

A su vez, junto con esta performance, la constante pregunta abierta sobre el bienestar parece operar como una forma de democratización de la palabra, aunque siempre desde una lógica negativa, puesto que aquello que emerge es malo, algo que busca ser purgado del sujeto. El desafío es entonces, como plantea Mark Fisher, repolitizar aquel malestar, encontrar las razones colectivas o sistémicas que producen tal padecimiento. De ese modo, el reconocimiento personal y mutuo de las dolencias y carencias pasa a ser un aliciente para transformar la realidad: la poética lúdica de la pregunta que formula La Farmacéutica es una política de la imaginación. Allí donde lo real se impone como invariable e ineludible, la fuga imaginativa abre espacios de pensamiento liberadores, de desnaturalización, en torno a la ficción dominante.

Finalmente, quedamos un poco como Neo frente a Morfeo en Matrix ¿nos tomamos o no la píldora? Pero lo que suma en este caso La Farmacéutica es que solo hay una pastilla y esta no tiene nada, está vacía, es decir, la solución a todo no viene de ningún suplemento externo, solo puede emerger del individuo que decide abrirse a los otros.

Diego Parra

Diego Parra Donoso (1990) Crítico de arte y curador independiente. Escribe regularmente en medios especializados y desarrolla docencia en historia del arte en la Universidad de Chile. Sus intereses se orientan hacia los vínculos entre arte y política en el contexto de la contemporaneidad, y los estudios curatoriales.